Parecía existir un singular acuerdo entre la lluvia y el sol, acuerdo tácito al que nunca hicieron alusión, vaya uno a saber cuál era la decisiva finalidad. No era frecuente el encuentro. Por entre el acero de los nubarrones aparecía de vez en cuando un resplandor pálido de laxos brazos. A ras de tierra el mezquino correr del viento del que aprovechaban, pretenciosos por secarse, los charcos rojizos. En las alturas los nubarrones crecían, se multiplicaban.
Al fin la luna irrumpió impetuosamente.
Él, que ansioso esperaba el cambio a buen tiempo, entornando sus ojos, apuntó una mirada lejana, bajo el sombreado de venturosos árboles que sacudían sus hojas, desparramando gotas que se prendían a su pelo, llenándose de una cercana dicha, regocijado por los frescos perfumes de un recuerdo reciente. Respiraba su presencia tan ligera como la suave brisa que indicaba un buen presagio.
Los nubarrones desaparecieron, el sol tímidamente se internó tras ellos y la luna llena reinó en la galaxia regalando sueños.
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