La noche
anterior se había llorado todo como en concierto, con gruesas gotas, relámpagos,
truenos y los gritos desesperados del loro de la vecina secuestrado en una
jaula bailarina al compás del vendaval. A
Estela le gusta salir a caminar antes de que salga el sol. Ese día viernes las
calles, algunas sin asfalto, adoquines ni cemento, estaban mojadas y serpenteadas
por charcos en la tierra roja. Un perro pequeño que dormía bajo un canelo la
siguió acompañándola hasta una casa sin verjas, aparentemente abandonada y allí
se quedó al resguardo de un alero. Los ladridos de otros perros tras rejas y
muros daban aviso del paso de la mujer por aceras y calles. A ninguno se le
ocurrió ser cómplice del silencio que ella hubiera querido conseguir durante su
paseo de paso apresurado. Estela
caminó hasta el final del camino donde termina el barrio en el que vive desde
no hace mucho tiempo, por las calles desiertas, inundadas por el aroma de hojas
húmedas de cientos de árboles que ofrecen su sombra cuando el sol arde a mediodía
y siesta. Las flores silvestres matizan el aire fresco y puro de otro amanecer
sin humos ni gases tóxicos. Una flor amarilla solitaria se balancea como
saludando a su paso, la contempla, la fotografía y continúa el camino hacia su
casa. Una hora basta para la caminata del día. Por
suerte el loro de la vecina está vivo en su jaula cubierta esta vez por una
gran hoja de palmera.
Malania
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