¿Cuál es su nombre?
Era ella, estoy segura. Aquella dama de tez bronceada,
esbelta y larga cabellera de color azabache en que todos los días nos encontrábamos
camino al colegio. Siempre vestía con sencillez y pulcritud. Vivía con su
esposo y sus pequeños hijos. A él lo veía
algunas horas por la noche, cuando regresaba de la fábrica de calzados, de
lunes a viernes, o de su trabajo en la quinta los sábados. Los
domingos lo pasaban en familia, con los tradicionales almuerzos parrilleros, sobre
las brasas unos hierros con patas que él mismo había construido, y la carne con
grasa chirriante despertaba hasta al tardío madrugador o al más vegetariano de
la cuadra. El pan caliente amasado por la mujer
acompañaba el almuerzo. Fueron ocho los niños que nacieron, crecieron y jugaron en esa casa de patio grande,
frondosos árboles y bello jardín.
El tiempo comenzó a marcar surcos en el rostro de ambos progenitores y
un día ella recibió la peor noticia de su vida: para acortar distancia, el hombre tomó otro camino y fue
interceptado por maleantes que le quitaron el sueldo que había cobrado ese día dejándolo
tendido al costado del camino. La mujer
hizo lo imposible para salvarlo, hasta gastar todos sus ahorros. Pero los
golpes habían sido fatales y no logró sobrevivir. Ella continuó luchando para
dar lo mejor a sus hijos, ya que algunos todavía concurrían al colegio.
El calendario marcaba
el paso y uno a uno fue tomando vida
propia, algunos cerca, otros muy lejos, unos formaron su propia familia, otros
se dedicaron exclusivamente a trabajar, unos la llamaban de vez en cuando,
otros la visitaban y se interiorizaban
de sus necesidades y la ayudaban.
De a poco todo fue cambiando, las
visitas se espaciaron cada vez más, los malestares de salud no tardaron en
estar presente a diario, su lucidez iba perdiendo brillo. Y así fue que un día domingo, el tan esperado para compartir
con alguno de ellos, no salió el sol para ella. Ninguno de sus hijos fue a
visitarla, y así fueron sucediéndose los días, y ella, corroída por el
abandono, ya no tenía proyectos. Era ella, pero esta vez vestía una
pollera desteñida, una blusa amarillenta, y un delantal de cocina, y a decir del
vecindario, no se quitaba ni para ir a dormir. La observé caminando lentamente
hacia el pequeño corral, donde cacareaban
hambrientas cinco gallinas y un gallo.
Ayudada por su bastón de madera rústica, conservado como recuerdo de su padre, alcanzó
el bebedero y cambió el agua. Tiró un puñado de maíz hacia los cuatro vértices
como marcando una cruz en señal de bendición hacia esos seres no pensantes que
eran los que le servían de compañía además del perro, y vaya uno a saber, con
su pensamiento a quién más bendecía. Permaneció unos minutos observándolas una a
una, recogió un huevo del nido, un cajón de madera con colchón de paja, y como
midiendo los pasos se alejó para internarse nuevamente en su casa. Las paredes
mustias y humedecidas eran testigo de sus pensamientos y sus quehaceres. De vez
en cuando arrastraba su silla, la apoyaba sobre la pared del porche, y sentada
sobre un almohadón desteñido por los años, contaba los automóviles que cruzaban por la
avenida. Su perro dormía a su lado con las orejas erguidas en señal de atención
constante, por su dueña que nunca le hizo faltar agua ni comida. Las paredes exteriores daban fe que se habían
olvidado del olor a pintura, la tierra reseca de lo que un día fue jardín,
desconocía el colorido de las flores, nada era como cuando estaban juntos en
familia. El
día que Gitana ya no pudo más con la soledad, en ocasiones ni su nombre
recordaba, mirando a su amigo y guardián dijo: me siento bien, pero hoy él me
llamó ¿sabes?, me invitó a su morada eterna, me dijo que allá es muy lindo y
tranquilo, que hay muchas flores perfumadas, que no se siente hambre ni frío, y
me iré con él ¿sabes? No me extrañes, cuida la casa hasta que te vengan a
buscar. Cuando Gitana desapareció de este mundo, todos los hijos concurrieron
al lugar, decidieron hacer restaurar la casa,
la llenaron de flores, la hicieron tasar y la vendieron a un precio sobrevaluado
como para que cada uno tuviese una buena paga por la herencia. El perro se
alojó en casa de un viejo vecino.
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