Él
estuvo a punto de subir al tren cuando recibió el alerta:
-no
vengas si no quieres
pasar un mal rato; la oscuridad ganó partida nuevamente y de las
canillas lo único que emana es un rugido de aire –dijo una voz a través del teléfono.
Sabía
muy bien que los cortes de energía eléctrica en su casa lo tensionaban, sobre todo
cuando necesitaba tomar una ducha tibia después de la lluviosa mañana. Empapado
hasta las narices, decidió cambiar el
rumbo. Ir a su oficina
no era recomendable, ya había terminado todo el trabajo de esa jornada. Recordó que cierto día había recibido una invitación y esta vez la
iba a aprovechar. Echó a andar bajo la llovizna y más empapado todavía, llegó al
lugar que quería. El hall del edificio estaba desierto. Dudó un rato y luego pulsó el timbre.
-¿Quién es? – la voz de la respuesta era diferente.
-Soy yo –respondió
dudoso si había tocado el timbre correcto.
-¿Está abierto? –escuchó,
ya más tranquilo.
-No, está
cerrado -dijo él.
-Ya bajo –y colgó
el aparato.
Cuando ella lo
vio se sorprendió, no lo esperaba ni ese día ni a esa hora.
Ambos subieron
al ascensor. Mientras se dirigían al departamento nacieron múltiples besos
mojados y ambos los disfrutaron. Ella lo acariciaba tratando de escurrir el
agua de su cara.
Una vez en el
interior, lo ayudó a quitarse la ropa, lo acompañó a la ducha, le lavó la
espalda y luego lo envolvió en una toalla, que más que eso era una sábana. Mientras él se
acomodaba en la cama, ella preparó un café humeante y se lo dio. Sentada en el
borde, se agachó y le susurró al oído:
-Ya regreso, voy
a servir otro café.
Una aureola violácea y brillante inundó la habitación. Había
amanecido. Ella se despertó con el espantoso ruido del agua que caía del tanque que se había roto.
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