Hojas de naranja amarga
Ana se despertó
sobresaltada. Su pequeña de cinco años volaba de fiebre. A la una de la
madrugada en el pueblo no se escuchaba más que el volar de los mosquitos hambrientos.
Menos se podía esperar que haya una farmacia de turno, ya que el farmacéutico
vivía en una casa al fondo del terreno y el timbre, menos el portero eléctrico,
no existían, por lo que sería una pérdida de tiempo pensar en conseguir un medicamento. Recordó algunos remedios
caseros que su abuela preparaba y sin pensar más se calzó las alpargatas, se
vistió un abrigo y salió corriendo hacia la casa de una vecina que distaba unos
200 metros. Por suerte, Sofía era de esas vecinas solidarias que no se negaban
a nada. Linterna en mano para alumbrar la huerta, arrancó unas plantas de
perejil, las lavó con agua de pozo (no era aljibe), envolvió en papel de diario
viejo y entregó a Paula, quien sin siquiera agradecer (dicen que es de mala
suerte agradecer los remedios) dio media vuelta y volvió corriendo a su casa. En
ella la esperaba Guido, con el fueguito encendido en la cocina a leña y el agua
hirviente en una pava ennegrecida por el fuego y el pasar del tiempo, para preparar la infusión de raíces de
perejil. No tardó mucho en estar listo el té, que fue paseado entre dos tazas
como para que se enfríe un poco antes de dar de beber a la niña. Paulita era la
menor, y si bien los padres no acostumbraban a las demostraciones de cariño,
ambos la amaban con toda el alma. Paulita tomó de a sorbos el té caliente y al
rato comenzó a transpirar hasta quedar empapada, por lo que su madre procedió a
desvestirla de a poco como para evitar el cambio brusco de temperatura, lo que
podría resultar fatal. Cambió su ropa y
la cubrió con una frazada. La niña durmió sin nuevo sobresalto. El día amaneció
lluvioso y frío. Paulita mostraba un cuadro gripal sin fiebre intensa, pero la febrícula continuaba. Paula recordó
que el médico en oportunidad anterior con un cuadro semejante con otro de sus
hijos, le había dicho que la gripe se cura sobre todo con reposo y té caliente.
Además había que evitar el cambio brusco de temperatura.
Ese día iba a preparar pan casero, el dinero
escaseaba y había que ajustar gastos. Era un lujo comprar en la panadería. A media mañana, escuchó a
Paulita que despertó con tos. Pensó en lo que podía darle de tomar. Recordó el
té de naranja amarga a la que llamaban “apepú”, la planta que tenían en la
quinta rebosaba de frutas, no servía para tomar el jugo, pero sí su corteza era utilizada para preparar
dulce en almíbar. Arrancó tres, o cuatro o quizás más hojas del árbol, las lavó
y colocó en un jarro de aluminio, agregó unas cuantas cucharadas de azúcar blanco,
varios carbones hecho brazas en el horno, donde luego iba a cocer el pan, lo
revolvió hasta salir humito aromático, agregó las hojas de naranjo, revolvió y
sobre ellas agua hirviente. Dejó hervir unos minutos más, dos o tres, y retiró
del fuego. Esperó a que enfríe un poquito, no mucho, tomó una bombilla y se lo
llevó a la cama de Paulita, quien esperaba despierta a su mamá. Llegó la noche
y hasta ese momento bastaron no más de tres tazas de esta infusión para que
Paulita recupere la respiración normal. Pasaron algunos días, y todo el malestar y el susto
habían quedado atrás, gracias a la buena vecina y a la receta del té de la abuela.
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