Él poseía algo
que me hacía estremecer el corazón, desde aquel primer día, cuando a través de
la ventana, lo vi sentado vestido en su traje gris.
Había
despertado algo que hacía mucho tiempo estuvo dormido en mi interior. Era un anhelo
puro y ardiente.
Emanaba de sus
ojos como una fuerza imantada, escondida, misteriosa.
¿Qué era? Cómo
definir aquella emoción que yo sentía de pronto, al estar sentada frente a
él.
Él está allá,
pensando en qué escribir, a la una de la tarde, o quizás en medio de la noche.
Y yo aquí, tratando de recordar lo que iba pensando mientras caminaba durante
la mañana.
Él no es mi
sol, ni mi luna, ni mi estrella, porque es un ser pensante, maravilloso, que
posee algo, ese algo que aún me hace estremecer cuando lo miro a través de esta
ventana.
Camino y lo
veo, en el pestañear de los pétalos de rosa, cuando las mece el viento; en el
aleteo de un gorrión con el cuerpo mojado por la lluvia. Y siento su perfume,
al pasar frente a la arboleda cubierta de frutas de guayaba, maduras y jugosas,
o de enredaderas de maracuyá (mburucuyá) prendidas al cerco de alambre tejido.
Y lo escucho, en el gorjeo de una paloma o en el canto del zorzal.
No es locura,
ni soy zombi. Estoy cuerda, muy cuerda.
Malania
Imagen de la red
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