Contaba tan solo con cinco
años y ya me encantaba recitar poesías en la escuela. Recuerdo que las maestras
nos entregaban una hoja con la letra
para que la estudiáramos en nuestra casa. Por supuesto, al no saber leer, mi
hermana se encargaba del papel de rigurosa instructora. Después de varios días
nos hacían pasar al frente y cada cual recitaba a su manera, algunos con ademanes,
cuidando la entonación y gestos, otros con timidez, firmes como soldaditos de batalla. Silenciosamente esperaba
ser electa, me posesionaba de los versos y los recitaba sin cometer errores. Pero
reconozco que era como la abeja y la madreselva, que realiza su tarea quizá sin
saber cómo se llama la flor que chupa. Los versos de memoria repetía sin siquiera comprender sus letras. No sabía qué era una rima o
una sinalefa, no tenía idea del significado de una comparación o de una metáfora,
si en lo que declamaba había onomatopeya o una anáfora. Pasaron los años, la poesía me perseguía y yo a ella. Y comencé
a escribir, hace ya una docena de años, no
sin antes leer mucho, revistas, libros y lo que tenía a mi paso. Siempre sentí
que la lectura va de la mano de la escritura.
Malania