El sol regalaba sus rayos oblicuos 
estirando las sombras en la arena.
Las ojeras devoraban el rostro del joven. 
Vínculos lesivos distorsionaban su voz 
entre la distancia y el juego conjugado 
entre la arena, las piedras 
y las olas empujadas por el viento.
Su voz se volvió eco 
de un cohete luminoso 
sobre el manto transparente
entre las piedras lisas
cómplices del agua cantarina.
La buscaba, la llamaba.
Divisó un camino 
al fondo de una cueva marina.
La vio 
en el amplio acceso a un pasadizo 
que se sumergía en las entrañas de la montaña 
y era preciso ser muy delgado 
para deslizarse en esa cavidad.
Utilizó sus dedos, sus manos.
El hueco dejaba ver 
como entraban los rayos del sol 
y únicamente el fondo del agujero 
presentaba el secreto. 
Un maravilloso color 
le acarició la piel 
de su rostro, su torso 
y de sus humedecidas manos
fuera de la cueva. 
                                   
Malania

 
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